El pulso del campo tiene nombre de mujer
En los surcos, en los huertos y en los mercados, las manos de las mujeres sostienen la vida del campo mexicano. Su trabajo, a menudo invisible, es la base de la producción alimentaria, la economía local y la transmisión de saberes ancestrales que mantienen vivas las comunidades rurales.
En México, más de 6 millones de mujeres viven en zonas rurales, según datos del INEGI, y cerca del 40% de ellas participa activamente en labores agrícolas, ganaderas o de autoconsumo, aunque solo una pequeña parte recibe reconocimiento formal o pago justo por su trabajo. De acuerdo con la FAO, las mujeres rurales producen más de la mitad de los alimentos básicos del país, pero apenas poseen el 18% de la tierra y enfrentan una brecha persistente en el acceso a créditos, tecnología y capacitación.
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Detrás de cada cosecha hay historias de resistencia. En estados como Oaxaca, Chiapas, Hidalgo y Puebla, mujeres indígenas encabezan cooperativas que promueven la agricultura sostenible, el comercio justo y la defensa del territorio frente a megaproyectos o sequías. Son ellas quienes garantizan la seguridad alimentaria y quienes, con creatividad, rescatan técnicas tradicionales de cultivo y medicina herbolaria que hoy inspiran modelos de economía circular y sustentable.
Sin embargo, su aporte sigue siendo invisibilizado. El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) señala que más del 50% de las mujeres rurales vive en pobreza, y una de cada cuatro carece de acceso a servicios de salud. Pese a ello, su organización colectiva y liderazgo han demostrado que el desarrollo rural no puede entenderse sin perspectiva de género.
El campo late al ritmo de sus pasos. Las mujeres rurales no solo cultivan la tierra: cultivan la esperanza, la autonomía y el futuro de las comunidades. Su voz, muchas veces silenciada, es la raíz de un país que se alimenta de su fuerza.




